¿Yogur azucarado? no gracias…

El azúcar presente en el yogur, especialmente en aquellos destinados al consumo infantil, está siendo un tema de considerable actualidad en los últimos meses. De hecho, algunos estudios alertan que estos yogures contienen hasta el doble de azúcar de aquellos destinados al consumo general. Ni siquiera los yogures clasificados como orgánicos se escapan de la polémica, al contener tanto o mas azúcar que los normales.

Veamos más a fondo los datos nutricionales de estos alimentos tomando como referencia el estudio publicado este año en la revista BMJ (1) sobre la presencia de azúcares en los yogures comercializados en los supermercados de Reino Unido (por lo que he podido ver similares a los que se pueden encontrar aquí en España. El estudio británico toma como muestra 101 productos lácticos, referidos como yogur o postre lácteo, que estaban a la venta en Diciembre de 2016. De todos estos productos, sólo 2 pueden ser considerados bajos en azúcar (contenido inferior a 5 gr/100mL), el resto, se movían en márgenes entre los 5 y los 16 gr de azúcar, lo que supone unos 20 gr de azúcar por yogur.

La OMS recomienda una ingesta de azúcares simples de 37 gr diarios lo cual parece fácil de sobrepasar si te tomas 2 yogures al día, cantidad nada alarmante al tratarse de un producto considerado tradicionalmente como «saludable».

Casi 2 años después de la muestra he de decir que son más de 2 los productos que pueden ser localizados en el supermercados con contenido inferior a 5 gr. Como siempre lo más importante es estar alerta al etiquetado, para lo cual hay muchas estrategias y guías ya publicadas por expertos en la materia como ésta que os dejo: https://www.nutricionistasdietistas.com/2017/04/elegir-buen-yogur/

Y a disfrutar de un buen yogur, que por cierto, tiene buenísimas propiedades nutricionales y digestivas.

Referencia:

(1) Moore, J. B., Horti, A., & Fielding, B. A. (2018). Evaluation of the nutrient content of yogurts: a comprehensive survey of yogurt products in the major UK supermarkets. BMJ open, 8(8), e021387.

Rocío González-Soltero. Grupo de Investigación «Nutrición, Microbiota y Salud». Universidad Europea de Madrid.

Deficiencia en vitamina D y alimentación: ¿consecuencia de unos hábitos de vida poco adecuados?

En los últimos años se está observando un repunte de casos déficit de vitamina D3 o colecalciferol  en países como España donde, a priori, los niveles de luz solar y la existencia de una dieta mediterránea serían adecuados para evitar estas situaciones de avitaminosis. La vitamina D es una vitamina liposoluble imprescindible para la absorción y fijación del calcio en nuestro cuerpo. La escasez de esta vitamina está íntimamente relacionada con patologías como la osteoporosis en adultos o el raquitismo en niños.

Para incorporar niveles suficientes de vitamina D es necesario mantener una alimentación lo más equilibrada posible. Algunos pescados grasos como el atún, el salmón o la caballa contienen mayores cantidades de vitamina D y deberían estar más representados en la dieta de lo que actualmente están. Otros alimentos como el hígado, la yema de los huevos o el queso contienen trazas de este alimento. Sin embargo, la ingesta dietética habitual suele contener niveles insuficientes de vitamina D siendo necesaria además una exposición al sol regular de unos 10-15 minutos tres veces por semana.

Pero, ¿a qué se debe este repunte en el déficit de esta vitamina? Probablemente pueda estar relacionado con un cambio en nuestros hábitos de vida, ya que cada vez pasamos menos tiempo disfrutando del aire libre, tanto en nuestro tiempo de ocio como durante nuestro trabajo.

¿Cómo podemos asegurar que obtenemos unos niveles adecuados de vitamina D? Los expertos indican que es necesario un mínimo de exposición regular al sol de 10-15 minutos al día, así como la inclusión en la dieta de alimentos que contengan niveles adecuados de esta vitamina.

Respecto a la toma de suplementos vitamínicos, ¿son realmente necesarios?  Los pros y los contras de la ingesta de este tipo de suplementos han sido recientemente revisados tratando de buscar soluciones a lo que ya se considera una pandemia (2).  La suplementación y la ingesta con alimentos fortificados durante una década han mostrado una mejora en los niveles séricos de esta vitamina en países como Irlanda (3). En España, dado los niveles de luz solar y nuestra dieta mediterránea, quizás con un cambio en el estilo de vida sería adecuado, de ahí la controversia respecto a esta suplementación.

Emma Muñoz Sáez y Rocío González Soltero

Profesoras de la Universidad Europea de Madrid

 

Referencias bibliográficas:

  1. Cashman KD et al. Vitamin D deficiency in Europe: pandemic? Am J Clin Nutr. 2016; 103(4):1033-44.
  2. Black LJ, et al. Small increments in vitamin D intake by Irish adults over a decade show that strategic initiatives to fortify the food supply are needed. J Nutr 2015; 145:969–76.
  3. Cashman KD. Vitamin D: dietary requirements and food fortification as a means of helping achieve adequate vitamin D status. J Steroid Biochem Mol Biol. 2015. 148:19-26. Review. Erratum in: J Steroid Biochem Mol Biol. 2015 Jun;150():135.

OBESIDAD: Un problema no tan simple.

La Obesidad es una enfermedad multifactorial, bastante compleja de abordar desde el punto de vista clínico.

Adjunto podéis consultar un artículo muy interesante publicado en la revista RICYDE (Revista Internacional de Ciencias del Deporte) por el Dr. Luis Miguel López Mojares, profesor asociado del Dpto. de Ciencias Biomédicas Básicas de la Universidad Europea de Madrid y experto en Fisiología del Deporte. En este artículo, el Dr. López Mojares, que forma parte del equipo del Método Thinking http://www.metodothinking.com/, nos habla precisamente de la problemática que se plantea al tratar al individuo obeso. 

Esperemos que os guste!

López Mojares LM OBESIDAD UN PROBLEMA NO TAN FÁCIL RICYDE 2015

 

 

 

Aprendiendo de otras culturas frente al reto de la obesidad: el problema de las dietas ricas en azúcares

Los datos publicados en el último informe sobre enfermedades no transmisibles emitido por la organización mundial de la salud (OMS) en 2014 indican, que a nivel mundial, la obesidad casi se ha duplicado desde 1980. En 2014, el 10% de los hombres y el 14% de las mujeres de 18 años o más eran obesos; y lo que parece aún más preocupante es que más de 42 millones de niños menores de cinco años tenían sobrepeso en 2013. La obesidad conlleva un aumento en la probabilidad de padecer diabetes, hipertensión, cardiopatía coronaria, accidente cerebrovascular y ciertos tipos de cáncer, con los enormes problemas sanitarios y económicos que esto supone. En el mismo informe se destaca que gran parte del aumento de estas enfermedades, y en concreto de la obesidad, se debe a dietas poco saludables.

Resulta muy difícil definir qué es una dieta saludable o poco saludable. De forma muy general, una dieta saludable debe proporcionar los nutrientes adecuados, tales como proteínas, carbohidratos, lípidos y vitaminas, en cantidades adecuadas y con suficiente variedad, limitando la ingesta de azúcares libres y controlando los niveles de sal. En particular, nos centraremos en intentar comprender el papel de los azúcares analizando la dieta típica americana como un ejemplo de dieta poco saludable.

La dieta americana está constituida mayoritariamente por un elevado consumo de carnes, quesos, cereales y, generalmente, es bajo en vegetales verdes, frutas, especias y cultivos probióticos. Pero la característica más destacable de esta dieta es la ingesta de gran cantidad de azúcares, en particular de fructosa. En líneas generales los seres humanos tienden a sobrealimentarse cuando el alimento es apetecible, y está demostrado que un alimento es más apetecible cuando éste tiene un sabor más dulce.

Los azúcares edulcorantes de origen natural utilizados en nuestra alimentación son la sacarosa, la fructosa y la glucosa. La fructosa y la glucosa son monosacáridos presentes en pequeñas cantidades en frutas y miel, mientras que la sacarosa, es un disacárido formado por una molécula de glucosa y otra de fructosa a través de un enlace (1-4) glicosídico, y que se encuentra en cantidades sustanciales en la caña de azúcar y en la remolacha. La glucosa es un azúcar esencial para la vida, ya que todas las células de nuestro organismo pueden metabolizar la glucosa para obtener energía, siendo el alimento fundamental de nuestro cerebro. A pesar del gran valor nutricional y biológico, la glucosa es menos dulce que la fructosa y su obtención tiene un coste económico más elevado. En los años 70, la industria alimentaria norteamericana comenzó una producción masiva de maíz, uno de cuyos subproductos es el jarabe de maíz con  fructosa, que es muy barato (35% menos costoso que la sacarosa) y muy dulce. Por ello, la fructosa se incorporó masivamente en muchos alimentos manufacturados a partir de ese momento; en ensaladas, pizzas, cereales, carne, bollería, pan, galletas, bebidas gaseosas, zumos, etc., provocando un incremento sustancial en la ingesta diaria de azúcares, y en particular de la fructosa. En general, el promedio mundial de consumo per cápita de azúcar ha aumentado en un 16% durante los últimos 20 años. De 56 g/día en 1986 se ha pasado a 65 g/día en 2007. Junto con Oceanía, América del Norte y del Sur son los lugares con más alto número de consumidores de azúcar, seguidos de Europa. Por el contrario, el consumo más bajo de azúcar se registra en Asia y África. El consumo de azúcar sigue aumentado en todas las partes del mundo, excepto en Oceanía y el más impresionante aumento se ha observado en Asia (50%) (datos revisados en Tappy y Lee, 2010). El atractivo natural del hombre hacia los alimentos dulces y el abaratamiento de la producción de fructosa, son sin duda las causas fundamentales del aumento del consumo de fructosa tan acentuado en la población americana, y en general por el hombre moderno.

Según la opinión de médicos, nutricionistas y biólogos, entre los cuales el más destacado es el profesor Robert Lustig, de la Universidad de California, San Francisco, famoso por su video en YouTube «The sugar: The Bitter Truth», al consumir mucha fructosa nos estamos envenenando a nosotros mismos. En diversas publicaciones científicas (revisión Tappy and Lee, 2010) se han llegado a conclusiones similares, argumentando que demasiada fructosa en la dieta daña nuestros órganos y se alteran los ciclos hormonales del cuerpo. Según la información científica disponible basada en modelos animales, las dietas enriquecidas con azúcares (tales como la fructosa o sacarosa) pueden dar lugar a problemas metabólicos y cardiovasculares, incluyendo dislipemia, resistencia a la insulina, hipertensión, hiperuricemia y obesidad. Por otro lado, los estudios epidemiológicos muestran una creciente evidencia de que el consumo de bebidas azucaradas (sacarosa o una mezcla de glucosa y fructosa) se asocia con un alto consumo de energía, el aumento del peso corporal, y el desarrollo de trastornos metabólicos y cardiovasculares. Estas evidencias científicas hacen que se identifique al consumo excesivo de azúcar como una de las principales causas de la epidemia de la obesidad y los trastornos metabólicos como la diabetes, así como uno de los principales culpables de la enfermedad cardiovascular.

Por el contrario, la mediterránea y japonesa son ejemplos de dietas saludables, que si fueran generalizadas, podrían contrarrestar los efectos de las dietas ricas en azúcares. Emplean una amplia variedad de ingredientes; son ricas en alimentos vegetales como hortalizas y frutas, legumbres y fibras, no incluyen mucha carne roja, y sí pescado, y utilizan muchas hierbas y especias naturales para sazonar los alimentos en lugar de sal, e incluyen bajos niveles de azúcares. Estas dietas, por tanto, han hecho que sus sociedades sean las que mayor esperanza de vida tengan, con una mejor calidad de vida y una menor presencia de la obesidad. Ambas dietas están vinculadas a los pueblos y a culturas ancestrales, tanto como a su entorno natural. Por ello, no es ninguna sorpresa que las dos hayan sido incluidas en la Lista Mundial del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, La Ciencia y la Cultura). Por tanto, preservar estas dietas milenarias de la influencia de la dieta rica en azúcar, que recientemente se está introduciendo en ambas sociedades, es una labor que compete a investigadores y responsables públicos. Además, su extensión a otras sociedades, sin duda podrían reducir los niveles de obesidad y problemas médicos asociados a una dieta rica en azúcares.

 Bibliografía

-Luc Tappy and Kim-Anne Le (2010). Metabolic Effects of Fructose and the Worldwide Increase in Obesity. Physiol Rev 90: 23–46.

-Organización Mundials de la Salud (2014). Informe sobre la situación mundial de las enfermedades no transmisibles.1-16.

-Robert Lustig. Video: The sugar: The bitter truth. http://www.uctv.tv/shows/Sugar-The-Bitter-Truth-16717.

Autor: Apolonia Novillo Villajos, Profesor Titular de Biología y Genética Humana, Universidad Europea de Madrid

LOS OBESÓGENOS: COMPUESTOS AMBIENTALES QUE NOS HACEN ENGORDAR

Según las Organización Mundial de la Salud (OMS), la obesidad es una enfermedad catalogada como epidemia mundial en el siglo XXI. Las cifras hablan por sí solas y nos cuentan que la obesidad es una epidemia que afecta, tanto a la población adulta, como a la población infantil. A escala mundial: mil millones de adultos tienen sobrepeso, más de 300 millones son obesos, y hay más de 42 millones de menores de cinco años con sobrepeso. En la actualidad, este problema está presente no sólo en países desarrollados sino también en los países de ingresos bajos y medianos, y constituye uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI. En países subdesarrollados, paradójicamente el hambre, el incremento en peso y la obesidad coexisten, dándose una asociación entre obesidad y enfermedades crónicas relacionadas con la dieta, tales como diabetes mellitus, enfermedades cardiovasculares, hipertensión y algunos tipos de cánceres. Se puede indicar que a escala mundial, el sobrepeso y la obesidad crean ya tantos problemas como el hambre.

¿Cómo sabemos si estamos obesos o tenemos sobrepeso?

Hay un indicador muy sencillo conocido como el índice de masa corporal (ICM), que relaciona el peso y la altura. Este valor nos informa de manera indirecta sobre la acumulación anormal o excesiva de grasa, que puede ser perjudicial para la salud en la población adulta de todas las edades y para ambos sexos. El IMC tiene la ventaja de que se calcula de manera muy fácil. Basta con dividir el peso en kilos entre el cuadrado de la altura en metros. Según la definición de la OMS, un IMC igual o superior a 25 determina sobrepeso y un IMC igual o superior a 30 determina obesidad.

Todo el mundo sabe que la tendencia actual a nivel mundial es que cada vez estamos más gordos; si bien las causas de esta tendencia son poco conocidas. Las razones aludidas más frecuentemente, y en las cuáles casi todo el mundo cree, son tanto el incremento en el aporte calórico como la vida sedentaria o la falta de ejercicio físico. Estas costumbres producen un desequilibrio energético que desemboca en el aumento de peso. Se habla incluso de que la obesidad es un problema de educación. Sin embargo, si profundizamos en las causas nos damos cuenta que ni la dieta, ni una vida sedentaria, ni la mala educación alimentaria son suficientes para explicar por qué la obesidad se ha incrementado y sigue creciendo a nivel mundial.

En las últimas décadas los científicos se han preguntado sobre los factores que puedan explicar el aumento de la obesidad, y sin descartar la dieta, el ejercicio, ni la educación, también se han planteado la posibilidad de que existan otros factores que ejerzan un papel significativo y complementario en el desarrollo de la obesidad. A este respecto, los científicos han identificado dos factores adicionales que pueden predisponer a desarrollar obesidad: i) la interacción del medio ambiente con la genética del individuo, conocido como epigenética, y ii) la exposición a compuestos medioambientales durante su vida.

En 2002, Baillie-Hamilton (1) revisó los datos sobre la obesidad en los últimos 40 años y documentó que el aumento de la epidemia coincidía con un marcado incremento en el uso de productos químicos industriales, incluyendo los pesticidas. A partir de estos y otros datos, se postuló la hipótesis en la que se planteaba una relación causal entre el aumento de ciertos químicos ambientales y el aumento de la frecuencia de la obesidad en la población. Estas sustancias químicas se conocen con el término de obesógenos, y fueron por primera vez nombradas así por el profesor Dr. Bruce Blumberg (2), de la Universidad de California in Irvine. El equipo del Dr. Blumberg ha publicado recientemente diversos artículos en revistas de endocrinología donde documenta que los efectos de la tributilina durante el desarrollo fetal predisponen a las células madre a convertirse en células que acumulan grasas (adipocitos). Otros investigadores han documentado que la exposición a compuestos ambientales tales como el bisfenol A, los ftalatos o algunos compuestos naturales, tales como la genisteína, provocaban alteraciones en el desarrollo normal del tejido adiposo, en la ingesta de alimento, así como en el metabolismo de los lípidos. Dichas sustancias obesógenas están presentes en el medio ambiente como contaminantes, y una vez incorporadas en el organismo, pueden interferir con complejos mecanismos de señalización neuroendocrina, produciendo efectos adversos sobre la regulación y metabolismo de los lípidos, y en muchos otros procesos.

Los obesógenos forman parte de un grupo de sustancias químicas conocidas como “disruptores” endocrinos, que interfieren con nuestro sistema hormonal, causando alteraciones a todos los niveles de nuestro metabolismo. La gran mayoría de estas sustancias han sido sintetizadas por el hombre en el laboratorio, y se han usado en muy diversos procesos, tales como en la agricultura, en la alimentación, en el entorno doméstico e incluso como productos farmacéuticos. Esto nos demuestra que los obesógenos son sustancias cercanas en nuestro quehacer diario. Por tanto, un gran número de estas sustancias ha aparecido en el medio ambiente en los últimos 100 años, por lo que las consecuencias de su presencia son todavía desconocidas. Si bien no podemos hacer responsables a los obesógenos de la epidemia mundial de obesidad y otras enfermedades metabólicas asociadas (ej. diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares), si debemos tener en cuenta las evidencias científicas existentes que muestran que pueden existir otro agentes causales, entre los cuales, no podemos descartar la exposición a los obesógenos, sobre todo entre las poblaciones más susceptibles.

Además, con el fin de diseñar estrategias que nos permitan evaluar el riesgo real y elaborar medidas para prevenir la exposición a estos obesógenos, la comunidad científica no sólo sigue investigando los efectos toxicológicos, eco-toxicológicos y epigenéticos de los obesógenos sobre el metabolismo de los lípidos, sino que cada vez se está preocupando más en identificar y caracterizar el destino medioambiental, cómo se transportan estas sustancias y cuál es el nivel de exposición en humanos.

Algunos ejemplos de posibles obesógenos en humanos:

Los avances científicos se van acumulando lentamente, y pese a la dificultad de financiación, la comunidad científica ha identificado algunas sustancias como potencialmente obesógenas. Así, los datos más significativos y directos se han obtenido de varias clases de fármacos que se han relacionado con el aumento de peso y la obesidad en los seres humanos. Entre ellos se encuentran algunos fármacos antidiabéticos (ej. Tiazolidindiona), antidepresivos tricíclicos, inhibidores de la recaptación de serotonina y medicamentos anti-psicóticos atípicos como la olanzapina. Teniendo en cuenta que la exposición a estos fármacos ha provocado obesidad en humanos, cualquier sustancia que active las mismas rutas de señalización (ej. a través del receptor nuclear PPRg) podrían provocar obesidad. Un ejemplo de este tipo de sustancias, serían los compuestos órgano-estáñicos, como el tributil-estaño (TBT), monobutil-estaño (MBT) y tifenilestaño (TPT), que son compuestos que se utilizan en el revestimiento de embarcaciones, en la industria de la madera, en sistemas conductores de agua, y como fungicidas.

Otros ejemplos de obesógenos potenciales en humanos, se han evidenciado en estudios utilizando ratones de laboratorio. Cabe destacar la sustancia conocida como Bisfenol A, ya que se usa en muchos productos alimentarios y en una gran variedad de productos de consumo, y el grado de exposición a la población es potencialmente muy elevado. Otro grupo serían los ftalatos, que son compuestos sintéticos derivados del ácido tálico, que se utilizan en la industria de los plásticos, en la fabricación de productos de cosmética, de juguetes y de lubricantes.

¿Qué podemos hacer?

Sería prudente y beneficioso seguir los consejos que el Dr. Blumberg recomendó en la entrevista publicada en 2012 en la prestigiosa revista científica Environmental Health Perspectives: “minimizar en lo posible la exposición en cualquier etapa de nuestra vida a estos productos químicos llamados obesógenos”.

Como conclusión; que cada uno valore sus estilos de vida y la posible exposición a estos compuestos y diseñe un plan para evitar el contacto, al menos con aquellas sustancias que estén identificadas por la comunidad científica como potenciales obesógenos en humanos.

REFERENCIAS:

  1. Baillie-Hamilton, P. F. Chemical toxins: a hypothesis to explain the global obesity epidemic. J Altern Complement Med 8, 185–192 (2002).
  2. Grun, F and Blumberg B. Environmental Obesogens: Organotins and Endocrine Disruption via Nuclear Receptor Signaling. Endocrinology 147, s50–s55 (2006).
  3. http://www.who.int/topics/obesity/es

Dra. Apolonia Novillo Villajos

Universidad Europea de Madrid